—Es él —dijiste antes de que me diera la vuelta.
Tus amigas sonreían con curiosidad y yo daba traspiés al ritmo de la música. ¿Recuerdas cómo me cogiste de la mano? Me agarraste y me acercaste a tus labios.
—Dímelo —susurraste.
Yo solo quería besarte. Morderte la boca y descubrir el sabor del chicle que masticabas. Olías a avellana con canela y tenías la piel bronceada. Quise decirte lo que me pedías, quise decirte: «Vamos a mi casa, quiero que me folles». Mi cuerpo entero temblaba y dije lo contrario.
—Yo no puedo ser de nadie —dije.
Y tus pupilas se convirtieron en dos piedras preciosas. Tu labio inferior tiritó de forma sutil; te abracé fuerte. Tus amigas dejaron de sonreír. La atmósfera de la verbena nos cubrió como si fuera un manto mágico. Solo estaba tu miedo y el mío. Bailando, balanceándose el uno al otro como si fueran dos niños muy pequeños tratando de sostenerse mutuamente. Los fuegos artificiales nos despertaron y volvimos a mirarnos a los ojos. Yo sabía que necesitabas la seguridad del que es libre, y tú sabías que yo necesitaba la garantía del que no puede ser de nadie.
Y sabiéndonos así, nos cogimos de la mano para disfrutar de nuestra mutua vulnerabilidad.
Imagen: Josh Malneritch