Solía ser un niño. Me acompañaban muchos animales, mis preferidos eran los insectos. No importaba si tenían pelos o alas, o las dos cosas. Los cogía con los dedos y les miraba a los ojos. Eran tan bonitos que me los hubiese comido para que nadie les hiciera daño. Entonces no había trucos, todo era magia. Solía ser un niño, ¿lo he dicho ya? Y confiaba. Confiaba tanto que me gustaba. Y creía en la magia. Luego dejé a aquel niño y recogí al adolescente, aprendí algunos trucos. Fue triste descubrir que el truco de la Navidad eran los padres. También (¿crecí?) cuando supe que el Ratoncito Pérez no era nadie. Otro truco al saco. Como el del hombre que iba a arrancarme de la cama por malvado. Buenos y peores trucos, eso era todo. Aprendí a vivir a base de artimañas. Así era el mundo (¿o no?). Elaboré sofisticadas argucias para conseguir todo lo que quería: reputación, belleza, dinero, sexo,… Nada me bastaba y me convertí en la sombra del deseo. Siempre un paso por detrás. Siempre anticipando lo que nunca llegaba. Siempre triste, siempre opaco.
Hasta que metí la cabeza en el horno y no me quedó más remedio que vestirme de mí mismo. Desde entonces camino descalzo junto a la orilla.
Imagen: Andrew Wyeth