Me invitaste al cine. Entonces era tímido y pensé que no debía pagar tu entrada, quizá te molestara. Te compré las palomitas mientras estabas en el baño. Y me sonreíste. Tu boca me volvía loco pero prefería no mirarla, no quería que pensaras que se te había quedado pegado un resto de comida. Yo me ponía nervioso cuando tu mirabas la mía. La sala estaba oscura y el acomodador encendió su linterna para llevarnos a nuestros asientos. Colocaste las palomitas y el agua, y te quitaste la bufanda. Sentí el olor de tu cuello y se me erizó la piel de la nuca. Mi corazón se puso a palpitar desbocado, y ni siquiera nos habíamos sentado todavía. La luz de la pantalla te alumbró mientras te pasabas la lengua por los labios salados, y sentí un apetito feroz. Quise un beso largo, uno que durara toda la película. ¿Qué película vimos? Apoyé mi mano en el reposabrazos esperando a que me tocaras. Me costaba respirar. Sentí tu mirada y no me atreví a rescatarla. Pensé que si me giraba me ahogaría en tus pupilas. Que ya no podría volver nunca más. Me cogiste de la mano y me susurraste al oído: «Quiero besar tu corazón de muchacho».
Y en ese instante tan frágil, se decidió el resto de mi vida.
(Imagen: anónimo)