Me resultó algo extraño que me llamaran a declarar. Según mi abogado aquello sería un trámite administrativo, algo sencillo.

—Pase al fondo de la sala —me dijo el funcionario con expresión solemne.

La cara del juez a medida que me acercaba me desconcertó casi tanto como las personas que vi sentadas en los bancos. Reconocí a muchos de ellos, algunos eran del bar, otros eran amigos de Agnès. Estaba incluso la vecina que siempre se empeñaba en ayudarla a apretar el botón del ascensor. Cuántas veces se quejó mi pobre Agnès por aquello: «¡Puedo sola!», contestaba siempre.

Me senté en la silla que me había señalado otro de los funcionarios. Y al cabo de unos pocos segundos, alcé la mirada y me encontré con los ojos de una mujer espléndida, una señora de generoso escote, manos enormes y estatura menuda. Justo como a mí me gustaban. Mi esposa Agnès me había dejado unos meses antes y precisamente ese era el motivo por el que estaba allí sentado. Quizá así lograra evitar otra muerte. Porque mi mujer no me abandonó, se murió. O para ser más preciso, la mató el bar para el que trabajaba.

—Así que esa es su motivación, Señor González —preguntó la abogada del dueño del bar al terminar de escuchar mi historia—. Resulta que culpa a mi cliente de la muerte de su esposa.
—Así es. La distancia no cumplía la normativa  —contesté conteniendo la rabia—. Por no hablar de que semejante práctica es indigna, retorcida y humillante, más propia del medievo que de una sociedad civilizada como pretende ser la nuestra.
—Sin embargo, en Francia dicha práctica es legal, señor González.

La abogada me sonrió y se levantó. Se acercó a mí mientras sujetaba unos papeles.

—No se moleste, señora, conozco las leyes de este maldito país.

Me ignoró y se puso frente a mí, a pocos centímetros de distancia. Pude oler su perfume caro y ver que la piel de sus pechos se parecía a los pendientes de nácar de mi querida Agnès. Cómo la echaba de menos… Le insistí que ese trabajo no era digno, que cualquier día se haría daño. Nadie debe trabajar para entretener a hombres de esa calaña. Esa gentuza disfrutaba de mi esposa en las despedidas de solteros. Recordarlo me daba ganas de vomitar. Nunca quise acompañarla, no quería verla en esa situación. No se la merecía. Y ahora estaba muerta. Muerta.

Aquel juicio no lo gané, pero dediqué mi vida y todos mis recursos a eliminar dicha práctica. Y lo logré, el 27 de septiembre del 2002 se derogó la ley que permitía el lanzamiento de enanos como práctica lúdica en Francia.

**

Este relato participa en la iniciativa de @Divagacionistas de esta semana, con «Distancia» como tema principal.

Zev

Graduado en Biología por la Universidad de Navarra, máster en Comunicación Científica, Médica y Ambiental, es editor en Next Door Publishers, editorial dedicada a la divulgación de la ciencia.

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