De pequeño yo tenía un pajarito. Un Serinus canaria domestica para ser más precisos. Lo que viene a ser un canario. Un canario familiar amarillo. Era mi animal de compañía porque me acompañaba, pero sólo dentro de casa. Cada vez que quería sacarlo a dar una vuelta, mi madre me decía que era feo llevar un pajarito suelto por ahí. Que se podía escapar y molestar a alguien.

Yo no lo entendía, claro. ¿Cómo iba a molestar a alguien semejante ser indefenso? Tuve que conformarme y disfrutar de su compañía en silencio. Bueno, en realidad, en silencio no, ya que siempre hablaba de él en el colegio. ¿Sabíais que su cría se hizo muy popular en las cortes de los reyes europeos? Pues sí, yo tenía mis motivos para estar orgulloso de ese animalito. Y, aún así, tuve que encajar la frustración que me generaba no enseñarlo. De mantenerlo en su jaula. De no dejarlo salir de casa.

Todo lo contrario a lo que hizo el hombre que me crucé el pasado martes en una calle poco iluminada de Barcelona. Estoy seguro de que él también se sentía muy orgulloso de su pajarito. Tanto que necesitó enseñárselo a mi hermana. Seguro que no sólo lo hizo con ella, me jugaría una mano a que, antes y después, lo pavoneó frente a otras personas. Seguramente, el pobre, no tuvo una madre que le enseñara que ciertas cosas es mejor mantenerlas detrás de la cremallera. Cerrada, por supuesto.

Graduado en Biología por la Universidad de Navarra, máster en Comunicación Científica, Médica y Ambiental, es editor en Next Door Publishers, editorial dedicada a la divulgación de la ciencia.

4 Comment on “Con la bragueta abierta

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